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Foto de Ángela Delgadillo

 

Fue inevitable que la conversación cesara debido a aquel grito desgarrador. La fuerza con la que Flor agarraba el brazo de su nieto era muestra del sobresalto en el que habíamos quedado todos al ver semejante inyección de adrenalina.

 

No había comenzado el ejercicio y ya había omitido un paso fundamental cuando se pretende realizar una buena entrevista: no conocía prácticamente nada del personaje. Mientras caminaba hacia la salida de la Terminal de Andrés Sanín repasaba en mi mente que lo único que sabía de la que sería una de nuestras entrevistadas es que era la abuela del novio de mi compañera. Nada más. 

 

Empero, al igual que cuando uno se encarama en la montaña rusa y el operario asegura los puestos, ya no había forma de dar marcha atrás con el encuentro que se había planificado. Apenas me encontré con Ángela redactamos unas preguntas guías y solo era esperar la llegada de quién nos cedería no solo su tiempo y seguridad, sino también su sabiduría, como nos dimos cuenta después de conocerla. 

 

Sin soltar el del brazo de su nieto Nicolás, Flor nos saludó a todos y analizó detenidamente el ambiente del parque. La tensión de cuando se conoce a alguien por primera vez se podía sentir en el aire, el cual rápidamente se tornó húmedo debido a la lluvia que de un momento a otro comenzó a caer. 

 

Llevaba 30 años sin visitar la rueda y su volver fue al lado de un grupo de jovencitos, así como ella lo fue tiempo atrás cuando manejaba su propia motocicleta y se arriesgaba a ir a Picoloro a altas horas de la noche. “Uno cuando está viejo ya no viene” fue su argumento cuando le pregunté el por qué se había demorado tanto tiempo en volver a un lugar que frecuentaba demasiado en su juventud con un parche que conformaba con los vecinos de la cuadra. 

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No llevábamos más de 30 minutos de conocernos y con Flor hablamos como si nos tratáramos de tiempo atrás. Su edad no obstaculizaba el espíritu juvenil que transmitía y que había roto el ambiente de tiesura del inicio de la reunión, incluso su actitud era más arriesgada y relajada que la nuestra; eso sí, dejó claro que por nada del mundo se subiría al Ranger. Lo hizo años atrás y fue tal el susto que juró que nunca más lo volvería a hacer. 

 

River View Park le traía vastos recuerdos tanto de su niñez como de las veces que llevó a su hija a divertirse como ella lo hizo de niña. La primera vez que montó en una “rueda chiquitica” en Campo Alegre a los 5 años o su gran historia acerca de la vez que se subió a la Tagada en ese mismo parque, fueron remembranzas que no dudo en compartir conmigo mientras un brillo de evocación se pintaba en su ojos verde esmeralda. 

 

Al preguntarle por los cambios que evidenciaba en el centro de atracciones comparado con su época no dudo en responder que la cantidad de juegos que existen ahora y el nivel de peligro era la principal diferencia frente a ese mismo parque tres décadas atrás. Pero algo que si no ha cambiado es la imagen del River, conoce el parque desde hace “60 años y toda la vida ha sido así: el mismo gatico”. 

 

De fondo teníamos canciones provenientes del Musik Express y los gritos de los que sufrían el rigor de La Araña, mientras sobre nosotros comenzaba a caer una borrasca que nos iba a dejar empapados si no buscábamos refugio de inmediato. Con ese panorama, decidimos irnos a resguardar en la Montaña Rusa para ser los primeros en la fila cuando la abrieran. Flor seguía agarrada al brazo de Nicolás.  

 

Mientras caminábamos a nuestro destino ubicado al fondo del parque, nos encontramos de frente con los metrocables que iban escalando hacia Siloé, y consideré importante interrogarla sobre la vista de años atrás hacia esa misma montaña que hoy alberga uno de los sectores más pobres y marginados de nuestra ciudad. Antes me había comentado que su atracción favorita siempre fue la rueda porque disfrutaba ver el parque y la ciudad desde lo alto.   

 

- ¿Cómo era la vista en ese entonces de la montaña?, le expresé a Flor mientras apuntaba al cerro. 

 

No se tomó más de cinco segundo para replicar.  

 

- Sabes, uno venía en ese entonces de noche. Y es triste que se tenga un mal concepto de Siloé cuando es el lugar con la mejor vista de Cali. Yo le digo a la gente que se monte en los miocables en diciembre para que vean un pesebre completo. Es espectacular. 

 

En ese momento ya íbamos llegando al juego y con esa línea se cerró la conversación. 

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¡Aghgggggggggggh! fue el agudo sonido que cortó de inmediato nuestra conversación sobre la experiencia que fue subirse a la Montaña Rusa mientras llovía. 

 

A pesar de que habíamos escuchado durante toda la tarde gritos de todos los tipos, ese tenía algo diferente, incluso transformó el rostro de Flor a un tono más pálido del de su color de piel. 

 

- Imagínate eso, adrenalina pura, fue el comentario de mi entrevistada mientras la chica que soltó el sonido se bajaba con una sonrisa nerviosa de la Torre de Caída. 

 

Parados frente a Musik Express de nuevo, estábamos listo para que ella disfrutara de un juego que pensamos que no sería tan extremo. Y al igual que en el Roller Coaster, Flor nos advirtió que solo se montaría si la acompañaba su nieto, ya que únicamente “Nico” y “David” le brindaban esa sensación de seguridad en todos los aspectos de su vida.   

 

Mientras las luces del parque se comenzaban a encender, la lluvia ya había desaparecido del paisaje y antes de que se subiera al juego, le realice la última pregunta que tenía escrita: 

 

- ¿Por qué será doña Flor que uno tiene esa tendencia a ponerse en peligro? 

 

Mientras seguía la fila para entrar a la atracción me respondió con aquella sonrisa que la caracterizó toda esa tarde: 

 

- Es que la adrenalina es tan berraca que uno cree que no le va a pasar nada.

DOPAMINA

Foto de Ángela Delgadillo
Foto de Ángela Delgadillo
Por: Jhoan Jaramillo Gómez
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